3. Sermones que Matan

Durante mi enfermedad me puse a examinar mi vida en relación con la eternidad, de una manera más penetrante de lo que había hecho cuando disfrutaba de completa salud. Mi conciencia me aprobó al revisar lo relativo al cumplimiento de mis deberes hacia el prójimo en mi carácter de hombre, de ministro cristiano y de oficial de la iglesia; pero el resultado fue diferente tratándose de mi actitud hacia mi Redentor y Salvador. Mi gratitud y obediencia no habían estado en proporción con lo que había recibido de él, redimiéndome, preservándome y sosteniéndome a través de las vicisitudes de la vida, desde la infancia hasta la vejez. La comprensión de la frialdad de mi amor para quien me amó primero e hizo tanto por mí, me anonadó y me confundió; y para completar la indignidad de mi carácter, no sólo había descuidado el desarrollo de la gracia que me fue dada hasta donde llegara mi deber y privilegio, sino que por haber permanecido estacionario, perplejo con otras ideas y trabajos, se habían debilitado en celo y el amor que tenía en un principio. Me sentí abatido, me humillé, imploré misericordia y renové mi pacto de poner todo empeño en dedicarme sin reservas al Señor. — Reverendo McKendree

Tomado del libro «Poder de la Oración»

La predicación que mata puede ser ortodoxa y a veces los es –dogmática e inviolablemente ortodoxa. Nos gusta la ortodoxia. Es buena. Es lo mejor. Es la enseñanza clara y pura de la Palabra de Dios, representa los trofeos ganados por la verdad es sus conflictos con el error, los diques que la fe ha levantado contra las inundaciones desoladoras de los que con sinceridad o cinismo no creen o creen equivocadamente; pero la ortodoxia, transparente y dura como el cristal, suspicaz y militante, puede convertirse en mera letra bien formada, bien expresada, bien aprendida, o sea, la letra que mata. Nada es tan carente de vida como una ortodoxia marchita, imposibilitada para especular, para pensar, para estudiar o para orar.

No es raro que la predicación que mata conozca y domine los principios, posea erudición y buen gusto, esté familiarizada con la etimología y la gramática de la letra y la adorne e ilustre como si se tratara de explicar a Platón y Cicerón, o como el abogado que estudia sus códigos para formar sus alegatos o defender su causa y, sin embargo, ser tan destructora como una helada, una helada que mata.

La predicación de la letra puede tener toda la elocuencia, estar esmaltada de poesía y retórica, sazonada con oración, condimentada con lo sensacional, iluminada por el genio, pero todo esto no puede ser más que una costosa y pesada montadura o las raras y bellas flores que cubren el cadáver. O, por el contrario, la predicación que mata muchas veces se presenta sin erudición, sin el toque de un pensamiento o sentimiento vivo, revestida de generalidades insípidas o de especialidades vanas, con estilo irregular, desaliñado, sin reflejar ni el más leve estudio ni comunión, sin estar hermoseada por el pensamiento, la expresión o la oración. ¡Qué grande y absoluta es la desolación que produce esta clase de predicación y qué profunda la muerte espiritual que trae aparejada!

Esta predicación de la letra se ocupa de la superficie y apariencia, y no del corazón de las cosas. No penetra las verdades profundas. No se ha compenetrado de la vida oculta de la Palabra de Dios. Es sincera en lo exterior, pero el exterior es la corteza que hay que romper para recoger la sustancia. La letra puede presentarse vestida en tal forma que atraiga y agrade, pero la atracción no conduce hacia Dios.

El fracaso está en el predicador. Nunca se ha puesto en las manos de Dios como la arcilla en las manos del alfarero. Se ha ocupado del sermón en cuanto a las ideas y su pulimento, los toques para persuadir e impresionar; pero nunca ha buscado, estudiado, sondeado, experimentado las profundidades de Dios. No sabe lo que significa estar frente al «trono alto y sublime», no ha oído el canto de los serafines, no ha contemplado la visión ni ha sido sacudido por la presencia de una santidad tan imponente que le haga sentir el peso de su debilidad y maldad después de clamar con desesperación por ver su vida renovada, su corazón tocado, purificado, inflamado por el carbón vivo del altar de Dios.

Es posible que su ministerio despierte simpatías para él, para la iglesia, para el formulismo y las ceremonias; pero no logra acercar a los hombres a Dios, no promueve una comunión dulce, santa y divina. La iglesia ha sido retocada, no edificada; complacida, no santificada. Se ha extinguido la vida; un viento helado sopla en el verano; el suelo está endurecido. La ciudad de Dios se convierte en una necrópolis; la iglesia en un cementerio, no en un ejército listo para la batalla. No hay alabanzas, ni plegarias, ni culto a Dios. El predicador y la predicación han prestado ayuda al pecado y no a la santidad; en vez de poblar el cielo han poblado el infierno.

La predicación que mata es la predicación sin oración. Sin la oración el predicador crea la muerte y no la vida. El predicador que es débil en la oración es débil también para impartir el poder vivificador. El predicador que ha dejado de considerar la oración como un elemento importante y decisivo en su propio carácter, ha privado a su predicación del poder de dar vida. No falta la oración profesional, pero está apresurada la obra mortal de la predicación. La oración profesional enfría y mata al mismo tiempo la predicación y la plegaria. Gran parte de la falta de devoción y reverencia que muestran las congregaciones cuando se ora, puede atribuirse a la oración profesional en el púlpito. Las oraciones en muchos púlpitos son largas, argumentadoras, secas, vacías. Sin unción y sin espíritu caen como una helada sobre todo el servicio. Son oraciones que matan. Bajo su aliento desaparece todo vestigio de devoción. Cuanto más muertas son, tanto más largas se hacen.

Lo que necesitamos son oraciones cortas, vivas, que salgan del corazón, inspiradas por el Espíritu Santo, directas, específicas, ardientes, sencillas, y reverentes. Una escuela para enseñar a los predicadores a orar como a Dios agrada, sería de más provecho para la verdadera piedad, para el culto y para la predicación que todas las escuelas teológicas.

Detengámonos un momento. Consideremos. ¿Dónde estamos? ¿Qué es lo que hacemos? ¿Predicamos y oramos de tal manera que damos muerte? Oremos a Dios, al gran Dios hacedor de todos los mundos, al Juez de todos los hombres.

¡Qué reverencia! ¡Qué simplicidad! ¡Qué sinceridad! ¡Cuánta verdad se demanda en lo íntimo del corazón! ¡Cuán sinceros y entusiastas debemos ser! La oración a Dios es la ocupación más noble, el esfuerzo más elevado, el objeto más real. ¿No descartaremos para siempre la predicación y la oración que matan, sustituyéndolas por las que dan vida y poder, por las que abren a la necesidad y miseria del hombre los tesoros inextinguibles de Dios.

Capítulos en este libro:

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