13. La Unción y la Predicación

Habla por la eternidad. Sobre todas las cosas cultiva tu propio espíritu. Una palabra que hables con tu conciencia clara y tu corazón lleno del Espíritu de Dios vale diez mil palabras enunciadas en incredulidad y pecado. Recuerda que hay que dar gloria a Dios y no al hombre. Si el velo de la maquinaria del mundo se levantara, cuánto encontraríamos que se ha hecho en respuesta a las oraciones de los hijos de Dios. — Robert McCheyne

Tomado del libro «Poder de la Oración»

La unción es la cualidad indefinible e indescriptible que un antiguo y renombrado predicador escocés describe de esta manera: «En ocasionas hay algo en la predicación que no puede aplicarse al asunto o a la expresión, ni puede explicarse lo que es ni de dónde viene, pero con una dulce violencia taladra el corazón y los afectos y brota directamente del Señor. Si hay algún medio de obtener este don es por la disposición piadosa del ardor».

La llamamos unción. Esta unción es la que hace Palabra de Dios «Viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón». Esta unción es la que da a las palabras del predicador precisión, agudeza y poder y la que agita y despierta las congregaciones muertas.

Las mismas verdades han sido dichas en otras ocasiones con la exactitud de la letra, han sido suavizadas con el aceite humano; pero no ha habido señales de vida, no ha habido latido del pulso; todo ha permanecido quieto como el sepulcro y como la muerte. Pero si el predicador recibe el bautismo de esta unción, el poder divino está en él, la letra de la Palabra ha sido embellecida y encendida por esta fuerza misteriosa, y empiezan las palpitaciones de la vida, la vida que recibe a la vida que resiste. La unción penetra y convence la conciencia y quebranta el corazón.

Esta unción divina es el rasgo que separa y distingue la genuina predicación del evangelio de todos los otros métodos de presentar la verdad que abren un abismo espiritual entre el predicador que la posee y el que no la tiene. La verdad revelada está apoyada e impregnada por la energía divina. La unción sencillamente pone a Dios en su palabra y en su predicador. Por medio de una grande, poderosa y continua devoción la unción se hace potencial y personal para el predicador; inspira y clarifica su inteligencia, le da intuición, dominio y poder; imparte al predicador energía del corazón que es de más valor que la energía intelectual; por ella brotan de su corazón la ternura, la pureza, la fuerza. Esta unción produce los frutos de amplitud de miras, libertad, pensamiento vigoroso, expresión sencilla y directa.

A menudo se confunde el fervor con esta unción. El que tiene la unción divina será fervoroso en la misma naturaleza espiritual de las cosas, pero puede haber una gran cantidad de fervor sin la más leve mezcla de unción.

El fervor y la unción se parecen desde algunos puntos de vista. El entusiasmo puede fácilmente confundirse con la unción. Se requiere una visión espiritual y un sentido espiritual para discernir la diferencia.

El entusiasmo puede ser sincero, formal, ardiente y perseverante. Emprende un fin con buena voluntad, lo sigue con constancia y lo recomienda con empeño; pone fuerza en él. Pero todas estas fuerzas no van más alto que lo mero humano. El hombre está en ellas, todo lo que es el hombre completo de voluntad y corazón, de cerebro y genio, de voluntad, de trabajo y expresión hablada. Él se ha fijado un propósito que lo ha dominado y se esfuerza por alcanzarlo. Puede ser que en sus proyectos no haya nada de Dios o haya muy poco por contener tanto del hombre.

Hará discursos en defensa de su propósito ardiente que agraden, enternezcan o anonaden con la convicción de su importancia; y sin embargo, todo este entusiasmo puede ser impulsado por fines terrenales, empujado únicamente por fuerzas humanas; su altar hecho mundanamente y su fuego encendido por llamas profanas. Se dice de un famoso predicador de mucho talento que construía la Escritura tan a su modo, que se «hizo muy elocuente sobre su propio exégesis».

Así los hombres se hacen excesivamente solícitos en sus propios planes o acciones. Algunas veces el entusiasmo es egoísmo disimulado. ¿Qué es unción? Es lo indefinible que constituye una predicación. Es lo que distingue y separa la predicación de todos los discursos meramente humanos. Es lo divino en la predicación. Hace la predicación severa para el que necesita rigor; destila como el rocío para los que necesitan ser confortados. Está bien descrita como una «espada de dos filos, templada por el cielo, que hace doble herida, una muerte al pecado, otra de vida al que lamenta su maldad; provoca y aplaca la lucha, trae conflicto y paz al corazón». Esta unción desciende al predicador no en su oficina sino en su retiro privado. Es la destilación del cielo en respuesta a la oración. Es la exhalación más dulce del Espíritu Santo. Impregna, difunde, suaviza, filtra, corta y calma. Lleva la Palabra como dinamita, como sal, como azúcar; hace de la Palabra un confortador, un acusador, un escrutador, un revelador; hace al creyente un culpable o un santo, lo hace llorar como un niño y vivir como un gigante; abre su corazón y su bolsillo tan dulcemente y al mismo tiempo tan fuertemente como la primavera abre sus hojas. Esta unción no es el don del genio. No se encuentra en las salas de estudio. Ninguna elocuencia puede traerla. Ninguna industria puede logarla. No hay manos episcopales que puedan conferirla. Es el don de Dios, el sello puesto a sus mensajeros. Es el grado de nobleza impartido a los fieles y valientes escogidos que han buscado el honor del ungimiento por medio de muchas horas de oración esforzada y llena de lágrimas.

El entusiasmo es bueno e impresionante; el genio es grande y hábil. El pensamiento enciende e inspira, pero se necesita el don más divino, una energía más poderosa que el genio, la vehemencia o el pensamiento para romper las cadenas del pecado, para convertir a Dios los corazones extraviados y depravados, para reparar las brechas y restaurar la iglesia a sus antiguas prácticas de pureza y poder. Sólo la unción santa puede lograr esto.

¿Cómo? Por el Espíritu Santo morando en toda su plenitud en la vida del ministro del evangelio. Es una obra de Dios.

14. La Unción y la Oración

Todos los esfuerzos del ministro serán vanidad o peor que vanidad si no tiene unción. La unción debe bajar del cielo y esparcirse como un perfume dando sabor, sensibilidad y forma a su ministerio; y entre los otros medios de preparación para su cargo, la Biblia y la oración deben tener el primer lugar, y también debemos terminar nuestro trabajo con la Palabra de Dios y la oración.

Richard Cecil

Tomado del libro «Poder de la Oración»

En el sistema cristiano la unción es el ungimiento del Espíritu Santo, que aparta a los hombres para la obra de Dios y los habilita para ella. Esta unción es la única cosa divina que capacita, por la cual el predicador logra los fines peculiares y salvadores de la predicación. Sin esta unción no se obtienen verdaderos resultados espirituales; los efectos y fuerzas de la predicación no exceden a los resultados de la palabra no consagrada. Sin unción ésta tiene tanta potencia como la del púlpito.

La unción divina sobre el predicador genera por medio de la Palabra de Dios los resultados espirituales que emanan del evangelio; y sin esta unción no se consiguen tales resultados. Se produce una impresión agradable pero muy lejos de los fines de la predicación del evangelio. La unción puede ser simulada. Hay muchas cualidades que se le parecen, hay muchos resultados que se asemejan a sus efectos, pero que son extraños a sus resultados y a su naturaleza. El fervor o el enternecimiento causados por un sermón patético o emocional pueden parecerse al efecto de la unción divina, pero no tienen la fuerza punzante que penetra y quebranta el corazón. No hay bálsamo que cure el alma en este enternecimiento exterior que obra por emoción y por simpatía; su resultado no es radical, no escudriña, no sana del pecado.

Esta unción divina es el único rasgo de distinción, que separa la predicación del verdadero evangelio de todos los otros métodos de presentarlo, que refuerza y penetra la verdad revelada con todo el poder de Dios. La unción ilumina la Palabra, ensancha y enriquece el entendimiento capacitándola para asirla y afianzarla. Prepara el corazón del predicador y lo pone en esa condición de ternura, pureza, fuerza y luz que es necesaria para obtener los resultados más satisfactorios. Esta unción da al predicador libertad y amplitud de pensamiento y de alma, una independencia, vigor y exactitud de expresión que no pueden lograrse por otro proceso.

Sin esta unción sobre el predicador, el evangelio no tiene más poder para propagarse que cualquier otro sistema de verdad. Este es el sello de su divinidad. La unción en el predicador pone a Dios en el evangelio. Sin la unción, Dios está ausente y el evangelio queda a merced de las fuerzas mezquinas y débiles que la ingenuidad, interés o talento de los hombres pueden planear para recomendar y proyectar sus doctrinas.

En este elemento falla el púlpito más que en cualquier otro. Fracasa precisamente en este punto importantísimo. Posee conocimientos, talento y elocuencia, sabe agradar y encantar, atrae a multitudes con sus métodos sensacionales; el poder mental imprime y hace cumplir la verdad con todos sus recursos; pero sin esta unción, todo esto será como el asalto de las aguas sobre Gibraltar. La espuma cubre y resplandece; pero las rocas permanecen quietas, sin conmoverse, inexpresivas. Tan difícil es que las fuerzas humanas puedan arrancar del corazón la dureza y el pecado como el oleaje continuo del océano es impotente para arrebatar las rocas. Esta unción es la fuerza que consagra y su presencia una prueba constante de esa consagración. El ungimiento divino del predicador asegura su consagración a Dios y a su obra. Otras fuerzas y motivos pueden haberlo llamado al ministerio, pero solamente aquello puede ser consagración. Una separación para la obra de Dios por el poder del Espíritu Santo es la única consagración reconocida por Dios como legítima.

Esta unción, la unción divina, este ungimiento celestial es lo que el púlpito necesita y debe tener. Este aceite divino y celestial derramado por la imposición de manos de Dios, tiene que suavizar y lubricar al individuo –corazón, cabeza y espíritu– hasta que lo aparta con una fuerza poderosa de todo lo que es terreno, secular, mundano, de los fines y motivos egoístas para dedicarlo a todo lo que es puro y divino.

La presencia de esta unción sobre el predicador crea conmoción y actividad en muchas congregaciones. Las mismas verdades han sido dichas con la exactitud de la letra sin que se vea ninguna agitación, sin que se sienta ninguna pena o pulsación. Todo está quieto como un cementerio. Viene otro predicador con esta misteriosa influencia; la letra de la Palabra ha sido encendida por el Espíritu, se perciben las angustias de un movimiento poderoso, es la unción que penetra y despierta la conciencia y quebranta el corazón. La predicación sin unción endurece, seca, irrita, mata todo.

La unción no es el recuerdo de una era del pasado; es un hecho presente, realizado, consciente. Pertenece a la experiencia del hombre tanto como a su predicación. Es la que lo transforma a la imagen de su divino Maestro y le da el poder para declarar las verdades de Cristo. Es tanta su fuerza en el ministerio que sin ella todo parece débil y vano, y por su presencia compensa la ausencia de todas las otras potencialidades.

Esta unción no es un don inalienable. Es un don condicional que puede perpetuarse y aumentarse por el mismo proceso con que se obtuvo al principio; por incesante oración a Dios, por vivo deseo de Dios, por estimar esta gracia, por buscarla con ardor incansable, por considerar todo como pérdida y fracaso si falta.

¿Cómo y de dónde viene esta unción? Directamente de Dios en respuesta a la oración. Solamente los corazones que oran están llenos con este aceite santo; los labios que oran están llenos con este aceite santo; los labios que oran son los únicos ungidos con esta unción divina.

La oración, y mucha oración, es el precio de la unción en la predicación y el requisito único para conservarla. Sin oración incesante la unción nunca desciende hasta el predicador. Sin perseverancia en la oración, la unción, como el maná guardado en contra de lo prevenido, cría gusanos.

15. Orad sin Cesar

Dadme cien predicadores que no teman más que al pecado, que no deseen más que a Dios, no importa si son clérigos o laicos; solamente ellos conmoverán las puertas del infierno y establecerán el reino de los cielos sobre la tierra. Dios no hace nada sino en respuesta a la oración.

Juan Wesley

Tomado del libro «Poder de la Oración»

Los apóstoles conocían la necesidad y el valor de la oración para su ministerio. Ellos sabían que su gran comisión como apóstoles, en lugar de revelarlos de la necesidad de la oración, los obligaba con más urgencia; de modo que eran excesivamente celosos en conservar su tiempo para ese trabajo y que nada les impidiese orar como debían; por eso señalaron laicos que atendieran los deberes delicados y absorbentes de ministrar a los pobres, para que ellos (los apóstoles) pudieran, sin impedimento, «persistir en la oración y en el ministerio de la palabra». Se asignó a la oración el primer lugar y la relación que le atribuyeron fue de las más fuertes, «persistir» (entregarse a ella), estar ocupados y rendidos a la oración con fervor, con empeño y dedicación.

¡Con cuanta santidad los hombres apostólicos se dedicaron a esta obra divina de la oración! «Orando en todo tiempo», es la opinión en que coincide la devoción apostólica… ¡Cómo estos predicadores del Nuevo Testamento se entregaron por completo a la oración por el pueblo de Dios! ¡Cómo pusieron a Dios con su poder en las iglesias por sus oraciones! Estos santos apóstoles no se imaginaban vanamente que habían cumplido sus altos y solemnes deberes con interpretar fielmente la Palabra de Dios, sino que fijaban su predicación por medio del ardor y la insistencia de sus plegarias. La oración apostólica era tan exigente, tan laboriosa e imperativa, como la predicación apostólica. Oraban mucho de día y de noche para conducir a su pueblo a las regiones más altas de fe y de santidad.

Oraban mucho más para mantenerlos en esta elevada altura espiritual. El predicador que nunca ha aprendido en la escuela de Cristo el arte superior y divino de la intercesión por su pueblo, nunca aprenderá el arte de la predicación aunque se vacíen sobre él toneladas de homilética y aunque posea el genio más elevado para hacer y exponer sermones.

Las oraciones de los santos líderes apostólicos han influido mucho para el perfeccionamiento de los que no tienen el privilegio de ser apóstoles. Si los líderes de la iglesia en años posteriores hubieran sido tan cumplidos y fervientes en la oración por su pueblo como lo fueron los apóstoles, los tiempos tristes de la mundanalidad y apostasía no habrían echado un borrón en la historia que eclipsó la gloria y detuvo el avance de la iglesia. La oración apostólica hace santos apostólicos de los tiempos apostólicos y preserva en la iglesia la pureza y el poder. ¡Qué elevación de alma, qué limpidez y excelsitud de motivo, qué abnegación y sacrificio, qué intensidad de esfuerzo, qué ardor de espíritu, qué tacto divino, se requieren para ser un intercesor de los hombres!

El predicador tiene que entregarse a la oración por su pueblo, no simplemente para que sea salvado, sino para que sea salvado poderosamente.

Los apóstoles se postraban en oración para que sus santos fueron hechos perfectos; no para que se sintieran ligeramente inclinados a Dios sino para «que fueran llenos de toda la plenitud de Dios». Pablo no se apoyaba en su predicación para conseguir este fin, antes «por esta causa doblaba sus rodillas al Padre de Nuestro Señor Jesucristo». La oración de Pablo conducía a sus convertidos más allá en el camino de la santidad que su misma predicación. Epafras hizo tanto o más con sus oraciones por los santos de Colosas que por medio de su predicación. Se esforzó fervientemente, siempre en oración, para que «permanecieran perfectos y completos en toda la plenitud de Dios».

Los predicadores son preeminentes los guías del pueblo de Dios. Son responsables principalmente de la condición de la iglesia; moldean su carácter, dan expresión a su vida.

Mucho depende de esto líderes, ellos dan forma a los tiempos y a las instituciones. La iglesia es divina, el tesoro que encierra es celestial, pero lleva el sello humano. El tesoro está en vasos terrenos y toma el sabor de la vasija. La iglesia de Dios hace a sus líderes o es hecha por ellos; sea que la iglesia los haga, o bien que sea hecha por ellos, la iglesia será lo que son sus líderes: espiritual si ellos lo son, secular si lo son ellos, unida si ellos lo están. Los reyes de Israel imprimieron su carácter sobre la piedad del pueblo. Una iglesia rara vez se rebela en contra o se eleva por encima de la religión de sus jefes. Los líderes muy espirituales, que guían con energía santa, son prueba del favor de Dios; el desastre, la falta de vigor, siguen la estela de los líderes débiles o mundanos.

Israel había sufrido un gran descenso cuando Dios le dio niños por príncipes y bebés por gobernantes. Ningún estado de prosperidad predicen los profetas cuando los niños oprimen al Israel de Dios y las mujeres lo gobiernan. Los tiempos de dirección espiritual son de grande prosperidad para la iglesia.

La oración es una de las características principales de una fuerte dirección espiritual. Los hombres de oración poderosa son hombres de energía que plasman los acontecimientos. Su poder para con Dios es el secreto de sus conquistas.

¿Cómo puede predicar un hombre sin obtener en su retiro un mensaje directo de Dios? ¡Ay de los labios del predicador que no son tocados por esa llama del altar! Las verdades divinas nunca brotarán con poder de esos labios secos y sin unción. En lo que concierne a los intereses reales de la religión, un púlpito sin oración será siempre estéril.

Un hombre puede predicar sin oración de una manera oficial, agradable y elocuente, pero hay una distancia inconmensurable entre esta clase predicación y la siembra de la preciosa semilla con manos santas y corazón empapado de angustia y oración.

Un ministerio sin oración es el agente funerario de la verdad de Dios y de la iglesia de Dios. Aunque tenga un ataúd costoso y las más hermosas flores no es más que un funeral a pesar de los bellos adornos. Un cristiano sin oración nunca aprenderá la verdad de Dios; un ministerio sin oración nunca será apto para enseñar la verdad de Dios. Se han perdido siglos de gloria milenaria para una iglesia sin oración. El infierno se ha ensanchado y ha abierto su boca en la presencia del servicio muerto de una iglesia que no ora.

La mejor y mayor ofrenda es una ofrenda de oración. Si los predicadores del siglo XX aprendieran bien la lección de la oración y usaran ampliamente de su poder, el milenio tendría su día antes de terminar la centuria. «Orad sin cesar» es la llamada de la trompeta a los predicadores del siglo XX. Si esta época los contempla extrayendo de la meditación y la oración sus textos, sus pensamientos, sus palabras y sus sermones, el nuevo siglo encontrará un nuevo cielo y una nueva tierra. La tierra manchada por el pecado y el cielo eclipsado por la iniquidad desaparecerán bajo el poder de un ministerio que ora.

16. La Dinámica Espiritual

Si algunos cristianos que se quejan de sus ministros hablaran e hicieran menos ante los hombres y se aplicaran con todas sus fuerzas a clamar a Dios por sus ministros –despertando y conmoviendo al cielo con sus oraciones humildes, constantes y fervorosas– habrían podido hacer mucho más para encaminarlos por el éxito.

Jonathan Edwards

Tomado del libro «Poder de la Oración»

De alguna manera, la práctica de orar particularmente por el predicador, ha caído en desuso o quedado descartada. Ocasionalmente hemos oído censurar esta práctica como un desprestigio para el ministerio, tomándose como una declaración pública de ineficiencia de los ministros por parte de quienes la hacen.

La oración, para el predicador, no es simple deber de su profesión, o un privilegio, sino una necesidad. El aire nos es más necesario a los pulmones que la oración al predicador. Es absolutamente indispensable para el predicador orar.

Pero también es de absoluta necesidad orar por el predicador. Estas dos proposiciones están ligadas por una unión en la que no puede existir ningún divorcio. «El predicador debe orar; ha de orarse por el predicador.» Este deberá orar cuanto pueda y procurará que se ore por él cuanto se pueda para enfrentarse con su tremenda responsabilidad y obtener en esta gran obra el éxito más grande y real. El verdadero predicador, además de que cultiva en sí mismo el espíritu y la práctica de la oración en su forma más intensa, ambiciona con anhelo las oraciones del pueblo de Dios.

Cuanto más santo es un hombre tanto más estima la oración; distingue con más claridad que Dios desciende hasta los que oran y que la medida de la revelación de Dios al alma es la medida del deseo del alma de elevar su oración importuna a Dios. La salvación nunca encuentra su camino en un corazón sin oración. El Espíritu Santo no habita en un espíritu sin oración. La predicación nunca edifica a un alma que no ora. Cristo desconoce a los cristianos que no oran. El evangelio no puede ser proyectado por un predicador sin oración. Las cualidades, los talentos, la educación, la elocuencia, el llamamiento de Dios, no pueden disminuir la demanda de oración, sino sólo intensificar la necesidad de que el predicador ore. Cuanto más consciente sea el predicador de la naturaleza, responsabilidades y dificultades de su trabajo tanto más verá, y, si es un verdadero predicador, tanto más sentirá la necesidad de orar; no sólo la exigencia creciente de oración personal, sino de que otros le ayuden con sus oraciones.

Pablo es una ilustración de lo que acabamos de expresar. Si alguien pudo difundir el evangelio por la eficacia del poder personal, por la fuerza intelectual, por la cultura, por la gracia que le había sido conferida, por la comisión apostólica de Dios, por su extraordinario llamamiento, ese hombre fue Pablo. En él tenemos un ejemplo eminente de que el verdadero predicador apostólico ha de ser un hombre dado a la oración y ha de contar con las oraciones de personas piadosas que den a su ministerio un complemento de intercesión. Pide y anhela con súplicas apasionadas la ayuda de todos los santos de Dios. Sabía que en el reino espiritual como en cualquiera de otra naturaleza, la unión hace la fuerza; que la concentración y reunión de fe, deseo y oración aumentan el volumen de fuerza espiritual hasta hacerla preponderante e irresistible en su poder. Las unidades combinadas en la oración, como las gotas de agua, constituyen un océano que desafía toda resistencia. Por eso, Pablo, con su clara y completa comprensión de la dinámica espiritual, determinó hacer su ministerio tan grandioso, eterno y avasallador como el océano, por captar todas las unidades dispersas de oración y precipitarlas sobre su ministerio. La solución de la preeminencia de Pablo en trabajos y resultados y su influencia sobre la iglesia y el mundo, ¿no se encontrará en su habilidad para centralizar en su persona y en su ministerio más oraciones de los que otros tuvieron? A sus hermanos en Roma escribió: «Pero os ruego, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu, que me ayudéis orando por mí a Dios». A los Efesios dice: «Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos; y por mí, a fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio». A los colosenses él enfatiza: «Orando también al mismo tiempo por nosotros, para que el Señor nos abra puerta para la palabra, a fin de dar a conocer el misterio de Cristo, por el cual también estoy preso, para que lo manifieste como debo hablar». Para los tesalonicenses dijo fuerte y severamente: «Hermanos, orad por nosotros.» Llama en su auxilio a la iglesia de Corintio con las palabras: «Cooperando también vosotros a favor nuestro con la oración». Este era parte de su trabajo, darle una mano de ayuda con la oración. En otra recomendación final a la iglesia de Tesalónica acerca de la necesidad e importancia de sus oraciones, dice: «Por lo demás, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra del Señor corra y sea glorificada, así como lo fue entre vosotros, y para que seamos librados de hombres perversos y malos». Procura que los filipenses comprendan que todas sus pruebas y tribulaciones puedan tornarse en bien para la extensión del evangelio por la eficacia de las oraciones en su favor. A Filemón le pide prepararle alojamiento porque espera que en respuesta a sus oraciones será su huésped. La actitud de Pablo en esta cuestión ilustra su humildad y su profundo conocimiento de las fuerzas espirituales que proyectan el evangelio. Más aún, enseña una lección para todos los tiempos, pues si Pablo confió su éxito a las oraciones de los santos de Dios, cuánto mayor es la necesidad actual de que las plegarias de los fieles estén centralizadas en el ministerio de hoy día.

Pablo no creyó que su demanda urgente de oración rebajaría su dignidad, disminuiría su influencia o reduciría su piedad. ¿Qué le importaba si esto fuera así? Que su dignidad se perdiera, que su influencia se aniquilara, que su reputación menguara, pero él necesitaba de las oraciones de los creyentes.

Llamado, comisionado, el primero de los apóstoles como él era, sin embargo, todo su equipo era imperfecto sin las oraciones de su pueblo. Escribió cartas a todas partes, pidiendo que oraran por él. ¿Oramos por nuestros predicadores? ¿Oramos por ellos en secreto? Las oraciones públicas son de poco valor si no están fundadas o seguidas por oraciones privadas. Los que oran son para el predicador lo que Aarón fue para Moisés. Sostienen sus manos y deciden la batalla que ruge airado a su derredor.

El empeño y propósito de los apóstoles fue poner a la iglesia en oración. No descuidaron la gracia de dar gozosamente. No olvidaron el lugar que la actividad y el trabajo religioso ocupaban en la vida espiritual; pero ninguno ni todos éstos, por la estimación e importancia que les dieron los apóstoles, pudieron compararse en necesidad y urgencia con la oración. Usaron los ruegos más grandes y perentorios, las exhortaciones más fervientes, las palabras más elocuentes y de mayor alcance para hacer valer la obligación y la necesidad apremiante de la oración.

«Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar», es la demanda del esfuerzo apostólico y la clave de su éxito. Jesucristo mostró el mismo empeño en los días de su ministerio personal. Cuando fue motivado por compasión infinita ante los campos de la tierra listos para la siega que perecían por falta de trabajadores –haciendo una pausa en su propia oración– trata de despertar la embotada sensibilidad de sus discípulos al deber de la oración, dándoles este encargo: «Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.»

«También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre, y no desmayar».

17. Perseverancia en la Oración

Esta perpetua agitación de los negocios y de la presencia de grandes hombres me arruina el alma y el cuerpo. ¡Más soledad en las horas de la mañana! Sospecho que he estado dedicando habitualmente muy poco tiempo a los ejercicios religiosos, devoción privada y meditación, lectura de la Escritura, etc. De aquí mi debilidad, frialdad y dureza. Pudiera haber consagrado hora y media o dos horas diarias. He estado ocupado hasta muy tarde y de allí que apurándome apenas cuento con media hora en la mañana. Sin duda la experiencia de todos los buenos hombres confirma la proposición de que sin una buena medida de devoción privada, el alma va debilitándose. Pero todo puede ser hecho por medio de la oración (oración todopoderosa, iba a decir) ¿y por qué no? Pues si es todopoderosa es sólo por la ordenación misericordiosa del Dios de amor y de verdad. ¡Por lo tanto, orad, orad, orad!

William Wilberforce

Tomado del libro «Poder de la Oración»

Es cierto que las oraciones registradas en la Biblia son cortas en palabras impresas, pero los hombres piadosos de Dios pasaban dulces y santas horas en combate. Ganaban con pocas palabras pero con larga espera. Las oraciones de Moisés parecen breves, pero Moisés oró a Dios con ayunos y lamentos por cuarenta días con sus noches.

Lo que se dice de las oraciones de Elías puede concentrarse en unos cuantos párrafos, pero sin dudas Elías, quien «orando, oraba», empleó muchas horas de lucha ruda y comunión elevada con Dios, antes de que pudiera con firme audacia, decir a Acab: «No habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra.» El relato verbal de las oraciones de Pablo es poco extenso; sin embargo, Pablo «oraba incesantemente de día y de noche». La «oración del Señor» es un epítome divino para labios infantiles, pero el hombre Cristo Jesús oró muchas noches enteras antes de efectuar su trabajo; y estas devociones prolongadas y sostenidas dieron a su obra acabado y perfección, y a su carácter la plenitud y gloria de su divinidad.

El trabajo espiritual es abrumador y los hombres son renuentes para hacerlo. La oración, la verdadera oración, significa un empleo de atención seria y de tiempo, que la carne y la sangre rechazan. Pocas personas son de fibra tan fuerte que rindan un costoso esfuerzo cuando el trabajo superficial pasa por el mercado con facilidad. Nos podemos habituar a nuestras oraciones mendicantes hasta que nos satisfagan, al menos conservamos las fórmulas decentes y aquietamos la conciencia, ¡lo que constituye un opio mortal! Podemos debilitar nuestras oraciones y no ser conscientes del peligro sino hasta que desaparecen los fundamentos. Las devociones rápidas dan por resultado una fe débil, una convicción raquítica y una piedad dudosa. Estar poco tiempo con Dios significa ser pequeño para Dios. La falta de oración hace el carácter estrecho, miserable y descuidado.

Se necesita tiempo para que Dios impregne nuestro espíritu. Las devociones cortas rompen el canal de la gracia de Dios. Se requiere tiempo para obtener la revelación plena de Dios. La poca dedicación y la prisa echan un borrón al cuadro.

H. Martyn se lamenta de que la «falta de lectura privada devocional y la escasa oración por dedicarse a incesante confección de sermones», ha producido un alejamiento entre Dios y su alma. Consideraba él mismo que había ocupado demasiado tiempo en las ministraciones públicas y demasiado poco en la comunión «privada» con Dios. Sintió la necesidad de apartar de su tiempo para el ayuno y para la oración solemne. Como resultado de esto da el siguiente relato: «En esta mañana fui ayudado para orar dos horas». William Wilberforce, el Par de reyes, dice: «Debo apartar más tiempo para la devoción privada. He vivido demasiado consagrado al público. El acortar las devociones privadas extenúa el alma, la debilita y desalienta. He estado ocupado hasta muy entrada la noche.» De un fracaso en el Parlamento, dice: «Dejadme decirles mi pena y vergüenza, pues todo probablemente se debe a que mis devociones han sido reducidas y Dios me ha dejado tropezar.» Más soledad en las primeras horas del día, fue su remedio.

La oración extensa en las horas tempranas del día obra mágicamente para reavivar y vigorizar una vida espiritual decaída; también se manifestará en una vida santa, que ha venido a ser algo tan raro y tan difícil debido a lo limitado y rápido de nuestras devociones. Un carácter cristiano en su dulce y apacible fragancia no sería una herencia tan extraordinaria e inesperada si nuestras devociones se prolongaran y se intensificaran. Vivimos con estrechez porque oramos escasamente.

Con bastante tiempo en nuestros oratorios habrá grosura en la vida. Nuestra habilidad para hablar con Dios en la comunión con él es la medida de nuestra habilidad para continuar en su compañía en las demás horas del día. Las visitas rápidas engañan y defraudan. No sólo son ilusorias sino que también nos causan pérdidas en muchos sentidos y de muchos ricos legados. De la permanencia en el oratorio derivamos instrucción y triunfo. Salimos con nuevas enseñanzas y las grandes victorias son a menudo el resultado de grande y paciente espera, hasta que las palabras y los planes se agotan y la silenciosa y paciente vigila gana la corona. Jesucristo dice con un decidido énfasis: «¿Y Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche?»

La oración es la ocupación más importante y para dedicarnos a ella deber haber calma, tiempo y propósito; de otra manera se degrada hasta hacerse pequeña y mezquina. La verdadera oración obtiene los más grandes resultados para el bien, mientras que los efectos de la oración pobre son de poca consideración. No podemos medir los alcances de la verdadera oración; ni las deficiencias de su imitación. Necesitamos volver a aprender el valor de la oración, entrar de nuevo en la escuela de la oración. No hay otra materia cuyo conocimiento cueste tanto trabajo y, si queremos aprender el maravilloso arte, no debemos conformarnos con fragmentos aquí y allí con «una corta plática con Jesús», sino demandar y retener con puño de acero las mejores horas del día para Dios y para nuestras devociones, o no habrá oración digna de este nombre.

Sin embargo nuestra época no se distingue por la oración. Hay pocos hombres que oran. La oración es desacreditada por el predicador. En estos tiempos de precipitación y ruido de electricidad y vapor, los hombres no se dan tiempo para orar. Hay predicadores que «dicen oraciones» como una parte de su programa, en ocasiones regulares o fijas; pero ¿quién «se despierta para asirse de Dios?» ¿Quién ora como Jacob oró, hasta que se le corona como un príncipe intercesor que prevalece? ¿Quién ora como Elías oró, hasta que las fuerzas cerradas de la naturaleza se abrieron y la tierra azotada por el hambre floreció como el jardín de Dios? ¿Quién ora como Jesucristo oró en el monte «y pasó la noche orando a Dios?» Los apóstoles «persistieron en la oración», tarea la más difícil para los hombres y aún para los predicadores. Hay laicos que dan su dinero –algunos de ellos en gran abundancia– pero no se dan ellos mismos a la oración, sin la cual su dinero es una maldición. Hay multitud de ministros que predican y desarrollan grandes y elocuentes sermones sobre la necesidad de un avivamiento y de que el reino de Dios se extienda, pero no hay muchos que hagan oraciones, sin las cuales la predicación y la organización son peores que vanas; esto ha quedado fuera de moda, casi es un arte perdido; por tanto, el hombre que pueda hacer que los predicadores y la iglesia vuelvan a la oración, será el más grande benefactor de nuestra época.

18. Hombres de Oración

Yo juzgo que mi oración es más poderosa que Satanás; si no fuera así, Lutero habría sido tratado de una manera muy diferente hace mucho tiempo. Sin embargo, los hombres no verán ni reconocerán las grandes maravillas o milagros que Dios efectúa en mi favor. Si abandonara la oración por un solo día, perdería una gran parte del fuego de la fe.

Martín Lutero

Antes de Pentecostés los apóstoles tuvieron solamente vislumbres de la importancia de la oración. Pero el Espíritu que descendió y los llenó en Pentecostés eleva la oración a su posición vital y decisiva en el evangelio de Cristo. El llamamiento a la oración a todos los fieles constituye la demanda más alta y exigente del Espíritu. La piedad de los santos se refina y perfecciona por la oración. El evangelio marcha con pasos tardos y tímidos cuando los santos no hacen largas oraciones temprano en el día.

¿Dónde están los líderes cristianos que pueden poner a orar a los santos modernos y enseñarles esta devoción? ¿Nos hemos dado cuenta de que estamos levantando una colección de santos sin oración? ¿Dónde están los líderes apostólicos que pueden poner a orar al pueblo de Dios? Que pasen al frente y hagan el trabajo, será la obra más grande que puedan realizar. Un aumento de facilidades educativas y de recursos pecuniarios sería la maldición más terrible si estos elementos no estuvieren santificados por oraciones más fervorosas y frecuentes. Pero una devoción profunda no vendrá como algo natural. La campaña para los fondos del siglo veinte o treinta no beneficiará sino dificultará nuestras oraciones si no somos cuidadosos. Sólo producirá efecto una acción específica y bien dirigida. Los miembros más distinguidos deben guiar en el esfuerzo apostólico de radicar la importancia vital y el hecho de la oración en el corazón y vida de la iglesia. Únicamente los líderes que oran pueden tener seguidores en la oración.

Los líderes que oran producirán santos que oren. Un púlpito que ora dará por resultado una congregación que ore. Necesitamos grandemente de alguien que ponga a los santos en la tarea de orar. No somos una generación de santos que oran. Los santos que no eran son un grupo mendicante que no tiene ni el ardor, ni la belleza, ni el poder de los santos. ¿Quién restaurará esta brecha? Será el más grande de los reformadores y apóstoles el que ponga a la iglesia a orar.

Consideramos como nuestro juicio más sobrio que la gran necesidad de la iglesia en ésta y en todas las épocas es de hombres de una fe avasalladora, una santidad sin mancha, un marcado vigor espiritual y un celo consumidor; que sus oraciones, fe, vida y ministerio sean de una forma tan radical y agresiva que efectúen revoluciones espirituales que hagan época en la vida individual y de la iglesia.

No queremos decir hombres que causen sensación con sus planes novedosos, o que atraigan con agradables entretenimientos; sino hombres que produzcan movimiento y conmoción por la predicación de la Palabra de Dios y por el poder del Espíritu Santo, una revolución que cambie todo el curso de las cosas.

La habilidad natural y las ventajas de la educación no figuran como factores en este asunto, sino la capacidad por la fe, la habilidad para orar, el poder de una consagración completa, la aptitud para ser humilde, una absoluta rendición del yo para la gloria de Dios y un anhelo constante e insaciable de buscar toda la plenitud de Dios, hombres que puedan encender a la iglesia en fervor a Dios; no de una manera ruidosa y con ostentación, sino con un fuego quieto que derrita y mueve todo hacia Dios.

Dios puede hacer maravillas con el hombre a propósito. Los hombres pueden hacer milagros si llegan a consentir que Dios los dirija. La investidura plena del espíritu que transformó al mundo sería eminentemente útil en estos días. La necesidad universal de la iglesia es de hombres que puedan agitar poderosamente para Dios todo lo que les rodea, cuyas revoluciones espirituales cambien todo el aspecto de las cosas.

La iglesia nunca ha marchado sin estos hombres, ellos adornan a su historia; son los milagros permanentes de la divinidad de la iglesia; su ejemplo y hechos son de inspiración y bendición incesante. Nuestra oración ha de ser porque aumentan en número y poder.

Lo que ha sido hecho en asuntos espirituales puede verificarse otra vez y en condiciones mejores. Esta era la opinión de Cristo. Él dijo: «De cierto, de cierto os digo: el que en mí cree, las obras que yo hago también él las hará; y mayores que éstas hará; porque yo voy al Padre.» El pasado no ha limitado las posibilidades ni las demandas para hacer grandes cosas por Dios. La iglesia que se atiene únicamente a su historia pasada para sus milagros de poder y gracia es una iglesia caída.

Dios quiere hombres elegidos, hombres para quienes el yo y el mundo han desaparecido por una severa crucifixión, por una bancarrota que ha arruinado tan totalmente al yo y al mundo que no hay ni esperanza ni deseo de recuperarlos; hombres que por esta crucifixión se han vuelto hacia Dios con corazón perfecto.

Oremos ardientemente para que la promesa que Dios ha hecho a la oración se realice más allá de lo que imaginamos.

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Un comentario en «13. La Unción y la Predicación»

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