12. El Alma de la Predicación

Porque nada llega al corazón sino lo que es del corazón y nada penetra en la conciencia sino lo que proviene de una conciencia viviente. — William Penn

Por la mañana me ocupaba más de preparar la cabeza que el corazón. Este ha sido mi error frecuente y siempre he resentido el mal que me ha causado especialmente en la oración. ¡Refórmame, oh Señor! Ensancha mi corazón y predicaré. — Robert McCheyne

Un sermón que contiene más de la cabeza que del corazón no encontrará albergue en las almas de los oyentes. — Richard Cecil

Tomado del libro «Poder de la Oración»

La oración con sus fuerzas múltiples de aspectos variados ayuda a la boca para emitir la verdad con su plenitud y libertad. El predicador necesita de la oración; estar formado por ella. Unos labios santos y valientes son el resultado de mucha oración. La iglesia y el mundo, la tierra y el cielo deben mucho a la boca de Pablo y éste a la oración.

La oración es ilimitable, multiforme, valiosa, útil al predicador en todos sentidos y en todos los puntos. Su valor principal es la ayuda que da a su corazón. La oración hace sincero al predicador. La oración pone el corazón del predicador en todos los puntos. Su valor principal es la ayuda que da a su corazón.

La oración hace sincero al predicador. La oración pone el corazón del predicador en su sermón; la oración pone el sermón en el corazón del predicador. El corazón hace al predicador. Los hombres de gran corazón suelen ser grandes predicadores. Los de corazón malo pueden hacer algo bueno, pero esto es raro. El asalariado y el extraño pueden ayudar a la oveja en alguna forma, pero es el Buen Pastor quien beneficia a la oveja y ocupa en toda la medida y el lugar que le ha asignado el Maestro.

Damos tanto énfasis a la preparación del sermón que hemos perdido de vista lo que importa preparar: el corazón. Un corazón preparado es mejor que la mejor homilética. Un corazón preparado predicará un sermón preparado. Se han escrito volúmenes exponiendo la técnica y la estética de la confección de un sermón, hasta que se ha posesionado de nosotros la idea de que la armazón es el edificio. Al joven predicador se le ha enseñado a poner toda su fuerza en la forma, buen gusto y belleza de un sermón como si fuera un producto mecánico e intelectual. De aquí que hayamos cultivado un gusto vicioso entre el pueblo que levanta su clamor pidiendo talento en lugar de gracia, elocuencia en lugar de piedad, retórica en lugar de revelación, renombre y lustre en lugar de santidad. Por eso hemos perdido la verdadera idea de la predicación, la convicción punzante del pecado, la rica experiencia y el carácter cristiano elevado, hemos perdido la autoridad sobre las conciencias y las vidas que siempre resulta de la predicación genuina.

No quiero decir que los predicadores estudian demasiado. Algunos de ellos no estudian bastante y quizá debieran estudiar aún más. Los hay que no estudian de manera que puedan presentarse como obreros aprobados de Dios. Pero nuestra gran falta no está en la carencia de cultura de la cabeza sino de cultura del corazón; no es falta de conocimiento sino de santidad; nuestro defecto principal y lamentable no es que no sepamos demasiado, sino que no meditamos en Dios y en su Palabra; que no hemos velado, ayunado y orado lo debido. El corazón es el que pone obstáculos en la predicación. Las palabras impregnadas con la verdad divina encuentran corazones no conductores; se detienen y caen vanas y sin poder.

¿Puede la ambición que ansía alabanza y posición predicar el evangelio de aquel que se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo? ¿Puede el orgulloso, el vanidoso, el pagado de sí mismo predicar el evangelio de aquel que fue manso y humilde? ¿Puede el iracundo, el apasionado, el egoísta, el endurecido, el mundano, predicar el sistema que rebosa sufrimiento, abnegación, ternura, que imperativamente demanda alejamiento de la maldad y crucifixión al mundo?

¿Puede el asalariado oficial, sin amor, superficial, predicar el evangelio que demanda del pastor dar su vida por las ovejas? ¿Puede el ambicioso que se preocupa por el salario y el dinero, predicar el evangelio sin que Dios haya dominado su corazón? La revelación de Dios no necesita la luz del genio humano, el lustre y la fuerza de la cultura humana, el brillo del pensamiento humano, el poder del cerebro humano para adornarla o vigorizarla; sino que demanda la sencillez, la docilidad, la humildad y la fe de un corazón de niño.

Por esta renunciación y subordinación del intelecto y del genio a las fuerzas divinas y espirituales, vino a ser Pablo inimitable entre los apóstoles. Esto dio también a Wesley su poder y fijó hondamente su labor en la historia de la humanidad.

Nuestra gran necesidad es la preparación del corazón. Lutero sostenía como axioma que «quien ha orado bien ha estudiado bien». No decimos que los hombres no han de pensar ni usar su inteligencia; pero emplea mejor su mente el que cultiva más su corazón. No decimos que los predicadores no han de ser estudiosos, sino que su principal libro de estudio ha de ser la Biblia y la estudia mejor si ha guardado su corazón con diligencia. No decimos que el predicador no ha de conocer a los hombres, sino que estará más profundizado en la naturaleza humana el que ha sondeado los abismos y las perplejidades de su propio corazón.

Decimos que, aunque el canal de la predicación es la mente, la fuente es el corazón; aunque el canal sea amplio y profundo si no se tiene cuidado de que la fuente sea pura y honda, aquél estará sucio y seco. Decimos que por lo general cualquier hombre con una inteligencia común tiene sentido suficiente para predicar el evangelio, pero pocos tienen la gracia para esto. Decimos que el que ha luchado por su propio corazón es el que lo ha vencido; que ha cultivado la humildad, la fe, el amor, la verdad, la misericordia, la simpatía y el valor; quien puede vaciar sobre la conciencia de los oyentes los ricos tesoros de un corazón educado así, a través de una inteligencia vigorosa y todo encendido con el poder del evangelio, éste será el predicador más sincero y con más éxito en la estimación de su Señor.

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