Existe en la actualidad una falta manifiesta de espiritualidad en el ministerio. Lo siento en mi propio caso y lo veo en otros. Temo que la condición de nuestra mente sea demasiado artificiosa, mezquina e integrante. Nos preocupamos más de lo debido en complacer los gustos de un hombre y los prejuicios de otro. El ministerio es sublime y puro y debe encontrar en nosotros hábitos sencillos de espíritu y una indiferencia santa pero humilde para todas las consecuencias. El defecto principal en los ministros cristianos es la falta de hábitos devocionales. —Richard Cecil
Tomado del libro «Poder de la Oración»
Nunca ha habido una necesidad más urgente de hombres y mujeres consagrados, pero aún más imperativa es la demanda de predicadores santos y devotos de Dios. El mundo se mueve con pasos agigantados. Satán mantiene su dominio y gobierno del mundo y se afana para que todos sus actos sirvan a sus fines. La religión debe hacer su mejor obra, presentar sus modelos más atractivos y perfectos. Por todos los medios los santos modernos deben inspirarse en los ideales más elevados y en las más grandes posibilidades por el Espíritu. Pablo vivió sobre sus rodillas para que la iglesia de Efeso pudiera comprender la altura y la anchura y la profundidad de una santidad inmensurable, para que fuera llena «de todo la plenitud de Dios». Epafras se entregó a obra consumidora y al conflicto tenaz de la oración ferviente, para que los de la iglesia de Colosas pudieran estar «firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere». En todas partes, en los tiempos apostólicos, se tenía el intenso anhelo de que todo el pueblo de Dios pudiera llegar a la «Unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo». Ningún premio se otorgaba a los enanos; no se fomentaba la niñez retardada. Los bebés tenían que crecer; los ancianos, lejos de mostrase débiles y enfermizos, fructificarían en la vejez, estarían corpulentos y florecientes. Lo más divino en la religión son los hombres y mujeres santos.
Ninguna cantidad de dinero, genio o cultura puede hacer progresar el reino de Dios. La santidad dando energía al alma, haciendo arder a todo el hombre con amor, con deseo de más fe, más oración, más celo, más consagración, éste es el secreto del poder. Hombres así necesitamos, que sean la encarnación de una devoción encendida por Cristo. Cuando faltan, el avance de Dios se estaciona, su causa se debilita y su nombre desmerece. El genio (aun la más inteligente y refinada), la posición, la dignidad, el rango, el cargo, los nombres privilegiados, los eclesiásticos ilustres, no pueden mover el carro de nuestro Dios. Por ser de fuego sólo pueden empujarlo fuerzas ígneas. El genio de un Milton Fracasa. La fuerza imperial de un león falla. Pero el espíritu de un Brainerd le pone en movimiento. El espíritu de Brainerd estaba encendido por Dios para hacer arder las almas. Nada terrenal, mundano, egoísta, abatió en lo más mínimo la intensidad de la fuerza y la llama que impele y consume todo.
La oración es la creadora y el canal de la devoción. El espíritu de la devoción es la oración. La oración y la devoción están unidas como el alma y el cuerpo, como la vida y el corazón. No hay verdadera oración sin devoción, ni devoción sin oración. El predicador debe estar rendido a Dios en la devoción más santa. No es un profesional. Su ministerio no es una profesión; es una institución divina, una devoción divina. Está consagrado a Dios. Sus propósitos, sus aspiraciones y ambiciones son de Dios y para Dios, y a fin de lograr esto la oración es tan esencial como el alimento para la vida.
El predicador, sobre todas las cosas, debe estar consagrado a Dios. Las relaciones del predicador con Dios deben ser la insignia y las credenciales de su ministerio. Estas deben ser claras, conclusivas, inequívocas. El tipo de su piedad ha de estar exento de superficialidad y vulgaridad. Si no excede en la gracia no podrá sobresalir en ningún sentido. Si no predica por su vida, carácter y conducta, su predicación es vacía. Si su piedad es ligera, su predicación podrá ser tan suave y tan dulce como la música, tan hermosa como Apolo, pero su peso será como el de una pluma, visionaria, flotante, como la nube o el rocío de la mañana. La devoción a Dios no tiene sustituto en el carácter y la conducta del predicador. La devoción a una iglesia, a las opiniones, a una organización, es despreciable, equivocada y vana, cuando se convierte en la fuente de inspiración, en el ánimo de una llamada. Dios ha de ser el motivo principal del esfuerzo del predicador, la fuente y la corona de toda su labor. Todo su afán ha de ser el nombre y la gloria de Jesucristo y el avance de su causa. El predicador no ha de tener otra inspiración que el nombre de Jesucristo, otra ambición que glorificarlo, ninguna labor excepto para él. Entonces la oración será el venero de su iluminación, el medio de adelanto perpetuo, la medida de su éxito. El único y constante anhelo que el predicador puede acariciar es tener a Dios con él.
Nunca como en la actualidad ha necesitado la causa de Dios perfectas ilustraciones de las posibilidades de la oración. Ni las épocas ni las personas pueden ser ejemplos del poder del evangelio, excepto que sean personas y épocas de profunda y ferviente oración. Sin ésta las generaciones tendrán escasos modelos del poder divino y los corazones nunca se elevarán a las alturas.
Un siglo puede ser mejor que el pasado, pero hay una distancia infinita entre el mejoramiento de una época por la fuerza de la civilización que avanza y su mejoramiento por el crecimiento en santidad y en semejanza a Cristo por medio de la energía de la oración. Los judíos fueron mucho mejores cuando vino Cristo que en los tiempos anteriores. Pero fue también la edad de oro de la religión farisaica.
La edad de oro religiosa crucificó a Cristo. Nunca más oración y menos oración; nunca más sacrificios y menos sacrificios; nunca menos idolatría y más idolatría; nunca más devoción por el templo y menos culto para Dios; nunca más servicio de labios y menos servicio del corazón (¡Se adoraba a Dios con los labios, y el corazón y las manos crucificaban al Hijo de Dios!), nunca más asistencia a la iglesia y menos santidad.
La fuerza de la oración hace santos. Los caracteres santos se forman por el poder de la oración genuina. Más santos verdaderos significa más oración; más oración significa más santos verdaderos.
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